El partido de llerena a finales del XVIII

El partido de llerena a finales del XVIII

domingo, 20 de septiembre de 2015

LA INQUISICIÓN. EL PRODESO CONTRA FRANCISCO RIAÑO Y MARGARITA MILLÁN



      La Sociedad Extremeña de la Historia decidió el año pasado centrar las XV Jornadas de Historia en la Inquisición, institución asentada a finales del  siglo XV en Llerena, acompañando y condicionando su Historia durante más de trescientos años.

      Vaya por delante, sin que se preste a confusión alguna,  que la Inquisición fue una institución represora de la más baja calaña conocida, por los objetivos que perseguía y los métodos empleados. Sin embargo, en absoluto debemos asumir que las malas artes de este tenebroso tribunal, desaparecido de España hace ya casi dos siglos, sigan utilizándose para fustigar a lo hispano por gente de escaso recursos históricos. Es preciso, por lo tanto, repudiar a la Inquisición sin paliativos, pero también sin dejarse llevar por interpretaciones superficiales, que sólo conducen a desprestigiar nuestro pasado.

      Sobre lo dicho, escuchado y leído en las referidas jornadas, nada especialmente novedoso para los lectores documentados, pues los asuntos inquisitoriales ya han sido estudiados por numerosos e importantes historiadores españoles y foráneos, como  José Antonio Escudero, uno de los más acreditados. Aunque el profesor Escudero no intervino como ponente en las XV Jornadas (ya lo hizo con brillantez durante las II Jornadas, en 2001), sí conocemos su opinión gracias a numerosas publicaciones y al excelente documental presentado en las citadas jornadas por Morrimer, donde el profesor, profundo conocedor de las interioridades del Santo Oficio, magnífico orador y excelente pedagogo, aprovechando al máximo los escasos diez minutos de su intervención, dejó a un lado lo recurrente, manido y tópico para centrarse en tres importantísimos aspectos:

-         La Inquisición como un instrumento represivo importado.

-         La necesidad de contextualizar su implantación.

-         Y la de valorar globalmente sus intervenciones.

   

      Sobre el primero de los aspectos, está documentado y asumido que estos tribunales especializados en la defensa de la religión y ortodoxia oficial ya existían en otros países europeos (Francia, Italia…) antes de 1478, fecha en la que se implantó en Castilla. Zanjamos, por lo tanto, esta cuestión, que no merece más comentario que el argumento para cerrar ciertas bocas populistas o desinformadas.

     En cuanto al contexto histórico, es preciso considerar que la aparición de la Inquisición castellana coincidió en el tiempo con el proceso de reunificación de los distintos reinos cristianos peninsulares, diferentes en muchos aspectos, pero construidos bajo una misma religión y principios: los del cristianismo y su defensa. Bajo este contexto, entendemos el interés de los gobernantes de la época por obviar lo que les separaba y reforzar la religión común,  instaurando para ello un tribunal especial, el del Santo Oficio, con la finalidad de cristianizar a judíos y moriscos. De esta forma, se regulaba y daba cobertura “legal” a los casos de judaizantes y falsos conversos, evitando desmanes de gente poco preparada o con oscuras intenciones, como el caso expuesto por Luis Garraín en las II Jornadas (“Orígenes del Santo Oficio de la Inquisición en Llerena”), donde narra cómo el alcalde mayor de Llerena y el párroco de Nuestra Sra. de la Granada, antes de instaurase la Inquisición, en 1473 se atribuyeron la facultad de mandar a la hoguera a ciertos llerenenses por ser judío, aparentarlo o, simplemente, por envidia, enemistad o cualquier otra tropelía.

      Sobre la cuantificación de los ejecutados en la hoguera durante los tres siglos largos de implantación, Escudero, salvando la violencia inquisitorial de los últimos años del XV, aprecia que los relajados al brazo secular (condenados a muerte por la Inquisición) durante los siglos XVI y XVII no fueron más de 600 (desprecia, por insignificante, los relajados del XVIII y principios del XIX). Nada que ver con los 34.000 ejecutados sin juicio previo durante la revolución francesa de finales del XVIII. Tampoco con el número de judíos gaseados en sólo una tenebrosa noche de cualquiera de los muchos campos de concentración nazi. Y, como hoy podemos apreciar, británicos, gabachos e hijos y nietos de los nazis (alemanes, austriacos, holandeses, belgas…) no andan por ahí lamentándose y flagelándose por ello; todo lo contrario, sigue imperando en Europa la ambigüedad británica, el chovinismo francés y el pragmatismo alemán.

 

EL PROCESO A FRANCISCO RIAÑO Y A MARGARITA MILLÁN

      En el XVIII, la Inquisición seguía siendo una institución represora y vigilante de la ortodoxia oficial, más ocupada ahora en sobrevivir y acrecentar su importante patrimonio que en quemar herejes o mandar reos a galeras.

      Entre otros procesos que afectaron a vecinos de la mancomunidad de villas hermanas (Reina, Casas de Reina, Trasierra y, en cierto tiempo, Fuente del Arco), nos detenemos en el que en 1748 afectó al clérigo traserreño Francisco Riaño y la reinense Margarita Millán, por llevar vida matrimonial (AHN, INQUISICIÓN, 3726, Exp.53). Antes de esta fecha, en 1738 Francisco Riaño pretendió conseguir el título de comisario del Santo Oficio en Trasierra, condición social importante, dado el prestigio, poder y capacidad de coacción que adquiría quien lo desempeñaba (AHN, INQUISICIÓN, 3726, Exp.84).  

      Por lo que hemos podido averiguar, el apellido Riaño se lo adjudicaron a Francisco de forma aleatoria, circunstancia usual en la época, cuando hermanos de padre y madre llevaban distintos apellidos, a veces sin relación con los de los progenitores y abuelos. Por otros testimonios, averiguamos que Francisco pertenecía a una familia hacendada, que en generaciones anteriores habían residido indistintamente en cualquiera de las villas hermanas comuneras de la Encomienda de Reina, singularizadas por disponer de un término mancomunado desde mediados del siglo XIII. También sabemos que Riaño no consiguió su pretensión ante la Inquisición, pero sí logró alcanzar el presbiterado, es decir, la condición de cura santiaguista, que la ejercía en Trasierra como teniente de cura de su parroquia.

      Tanto para aspirar al cargo de comisario del Santo Oficio como para ingresar en la carrera eclesiástica, era preciso demostrar limpieza de sangre, es decir, no tener en determinadas generaciones anteriores ningún ascendiente judío o moro. Este filtro se aplicaba con distinta intensidad en cada caso, por lo que nuestro protagonista, si bien no pudo demostrar su limpieza de sangre para formar parte del estamento inquisitorial, no encontró reparo alguno a la hora de acceder a la condición de eclesiástico.

      En efecto, como hemos adelantado, en 1738 Riaño se postuló como comisario en Trasierra del Santo Oficio de la Inquisición de Llerena. Sin embargo, en las probanzas e interrogatorios a testigos para demostrar la limpieza de sangre empezó a difundirse el bulo o rumor de que un bisabuelo de Riaño avecindado en Casas de Reina era portugués de origen judío. Se fundamentaba el rumor en lo simplemente escuchado a unos arrieros portugueses, de paso por esta última villa, que manifestaron haber oído hablar del bisabuelo del postulante. Al parecer el testimonio anterior debió tener más fuerza que las averiguaciones sostenidas por los datos recogidos en las partidas de los Libros Sacramentales (bautismos, velaciones, casamientos y defunciones) de las parroquias de Reina, Casas de Reinas y Trasierra donde, indistintamente quedaban asentadas la de los ancestros de Riaño, dada la frecuencia de cambio de domicilio entre los vecinos de las villas mancomunadas.

      Nuestro protagonista no consiguió ser comisario del Santo Oficio en Trasierra; todo lo contrario, diez años después se vio envuelto en una investigación y condena inquisitorial por incontinencia sexual. En efecto,  en junio de 1748 el fiscal de la Inquisición de Llerena se dirigió a don Francisco Riaño, presbítero, teniente de cura de la parroquia de Santa Marta de Trasierra, acusándole de incontinencia; es decir, de no ser capaz de poner freno a su patrimonio hormonal, rompiendo con el celibato asumido y provocando un gran escándalo entre los vecinos de las tres villas hermanas y mancomunadas, dada su demostrada convivencia con la reinense Margarita Millán.

      Se fundamentaba la acusación en un memorial realizado por don Pedro Nicolás Montesinos, uno de los secretarios de la Inquisición, que se había desplazado a Trasierra, Reina y Casas de Reinas, comisionado por el Tribunal ante determinados rumores que le atribuían al teniente de párroco frecuentar la casa de morada de Margarita Millán, soltera y vecina de la villa de Reina. Además, según las investigaciones del tal Montesinos, Riaño prácticamente vivía en Reina, descuidando sus quehaceres parroquianos y desatendiendo a sus ancianos padres que tenían fijada su residencia en Trasierra, provocando con su actitud un continuo escándalo entre los parroquianos de Reina  y los vecinos de las otras villas comuneras. Se defendía Riaño, alegando que sus frecuentes visitas a la villa de Reina estaban motivadas por la enfermedad de su tío carnal, el cura parroquiano de dicha villa, aparte de visitar a su hermana Lorenza de Mena, casada con Bernardino Matheos, éste hermano de Margarita.

      Contaba también Montesinos en su memorial, que la relación pecaminosa entre don Francisco y Margarita venía de largo, habiendo intentando disuadirlos numerosos religiosos y personas influyentes de la zona, sin conseguirlo. Entre ellos estaba don Francisco Santos Monresín, familiar del Santo Oficio en la villa de Casas de Reyna, hidalgo y regidor perpetuo de su concejo, además de tío carnal de Margarita.

      Como la relación pecaminosa no se cortaba, los familiares, para ahorrarse disgustos y comentarios, acordaron casar a Benardino Matheos, hermano de Margarita, con Lorenza de Mena, una hermana de Riaño, estableciendo este nuevo matrimonio su residencia en la casa de Margarita, donde convivían las dos “parejas”

      El memorial también recoge testimonio de don Basilio de Valencia, un hidalgo traserreño  y familiar del Santo Oficio, quien afirmaba que Riaño pasaba mucho tiempo en Reina, aposentado en la casa de morada de Bernardino y Lorenza; pero, por lo demás, añadía que Riaño era una persona tranquila y pacífica, que atendía adecuadamente a sus parroquianos.

      Otro traserreño, don Pedro Maldonado, tenía una opinión bien distinta. Textualmente decía:

…causaba escándalo con la comunicación con la Margarita Millán, y que oyó a Francisco Llorente, que sirvió de guarda de cerdos en la casa de ésta, que había visto entre los dos algunas acciones deshonestas, y que dormían en un cuarto…

      Sin embargo, cuando el secretario Montesinos interrogó al tal Llorente, éste tenía otra opinión muy distinta, afirmando de don Francisco Riaño “era un eclesiástico muy arreglado a su estado, sin dar la menor nota ni escándalo”, circunstancia que no impidió la condena a Riaño y Margarita, pues se le dio más importancia a los otros testimonios, muchos de ellos avalados por los propios familiares.

      En cuanto a la sentencia y condena a los inculpaos, nada sabemos al respeto, pues el documento consultado formaba parte de un expediente mayor, al que no hemos tenido acceso.

lunes, 14 de septiembre de 2015

AUTO PARA EL BUEN GOBIERNO DE AZUAGA A FINALES DEL XVIII


(Art. publicado en la Revista de feria y fiestas, Azuaga, 2015)
 

En agosto de 1752, el Consejo de las Órdenes Militares tomó la decisión de nombrar al licenciado Diego de la Torre y Ayala como primer alcalde mayor de la villa de Azuaga, con los oficios inherentes de justicia civil y criminal, alcaldía y alguacilazgo, todo ello por el tiempo de seis años y con un sueldo anual de 5.500 reales de vellón, con cargo a las arcas concejiles. Hasta entonces, estas competencias correspondían a los alcaldes ordinarios de la villa, elegidos anualmente siguiendo lo dispuesto en las leyes capitulares sancionadas por Felipe II en 1566, y sin asignación pecuniaria alguna.

Al licenciado Diego de la Torre le siguieron otros alcaldes mayores, como el licenciado Tomás Manuel de Uruñuela, abogado de los Reales Consejos y Capitán de Guerra, nombrado por Carlos IV en noviembre de 1796. Don Tomás tomó posesión de su oficio el primero de febrero de 1797, en presencia del ayuntamiento pleno, cuyos oficiales, a la vista del documento que contenía el real título despachado por Carlos IV, “lo vesaron  y, poniéndolo sobre sus cabezas, como carta de su Rey y Sr. Natural” aceptaron de buen grado el nombramiento del nuevo alcalde mayor, dándole asiento preeminente en la sala capitular.

Pues bien, pocos días después, una vez que el alcalde mayor tomó conciencia de la realidad azuagueña, estimó oportuno redactar y publicar un auto para el buen gobierno del concejo (ES.06014.AMAZ/1.1.01//1.C.1950.A.H.M.A). Le precedía el siguiente texto:

En la villa de Azuaga, día diez y ocho del mes de febrero de mil setecientos noventa y siete años, el Sr. Lizenciado don Tomás Manuel de Uruñuela, abogado de los Reales Consejos, Alcalde Mayor y Capitán de Guerra por S.M., dijo que combiniendo establecer providencias y saludables reglas para el mexor régimen y gobierno desta República (concejo), debía de mandar, y mandó, que por todos los vecinos y moradores della, de qualesquier estado y condición, cada uno por lo que según ello le toque, observen y guarden inviolablemente los capítulos siguientes, que se aran saber por medio del peón público desta dicha villa, en todos los sitios acostumbrados della.

En total, 35 capítulos (uno menos, por error en la numeración), una especie de resumen de lo que intuimos serían las ya obsoletas ordenanzas de Azuaga (probablemente redactadas y aprobadas en la primera mitad del XVI), a las que añadieron ciertas disposiciones ilustradas contenidas en distintas y recientes pragmáticas reales relacionadas con el respeto y la práctica de la religión católica, la conservación de montes y plantíos, o la regulación del orden público, la moral, el juego, las armas, la caza, la pesca... En cada uno de los capítulos se añadía la pena o multa que se aplicaría al infractor, unas veces tomando como referencia lo estipulado en la pragmática u orden real correspondiente y otras siguiendo lo dispuesto en las antiguas ordenanzas, dejando en algunos casos la cuantía de la infracción al arbitrio de su merced, el alcalde mayor.

Como no podía ser de otra manera en un Estado oficialmente cristiano y católico, los tres primeros capítulos se incluyeron para prohibir la blasfemia y cualquier comportamiento irreverente en los templos, obligando al vecindario a acompañar al Santísimo Sacramento cuando se llevaba para dar la extremaunción a los enfermos. Aparte, seguramente porque surgió a última hora, añadieron el capítulo 32, prohibiendo ruidos y molestias en las proximidades de las iglesias cuando se estaba celebrando el culto. Textualmente, respetando una ortografía casual y arbitraria:

1º.- Que ninguna persona blasfeme en público, ni en secreto el Santo nombre de Dios, ni de su Santísima Madre o sus Santos, y se abstengan de toda irreverencia en los templos y casas  sagradas, y de cometer pecados públicos, ni causar otros escándalos, bajo las penas establecidas por leyes destos reinos, que irremisiblemente les será aplicadas.

2º.- Que ninguno se heche sobre los Altares, y que al tiempo que se dijere Misa y se celebren los divinos oficios, o se esté predicando, no se paseen, ni traten, ni negocien en la Iglesia, ni perturben la devoción, ni se sienten los hombres entre las mujeres, pena de que serán castigados con las establecidas por leyes reales.

3º.- Que acompañen al Santísimo Sacramento de la Eucaristía quando se baya a suministrar por Biático a los enfermos, bajo las mismas penas.

32º.- Que ninguna persona se ponga en las puertas de las Iglesias durante los oficios divinos, ni anden a el rededor dellas, y sí que entren dentro, o se bayan a sus casas, pena de dos ducados a el que se encontrase.


En resto de los capítulos se fueron añadiendo aleatoriamente, sin ningún orden concreto en cuanto a la materia a tratar. Así, le siguen varios centrados en el mantenimiento del orden público, regulando el uso de las armas (4º) y la concentración de personas en espacios públicos (5º), estableciendo el toque de queda (6º) o prohibiendo ciertos juegos en las casas particulares (7ª) y en las tabernas (8º):

4º.- Que no husen de armas proividas, y las que sean permitidas las traigan bien condicionadas, vajo la pena de presidio dispuesta por reales pragmáticas.

5ª.- Que no se ande en quadrillas de tres arriba a ora alguna de la noche, ni éste ni en otro número de personas estén parados en las esquinas, ni plazas públicas o calles, pena de mil maravedíes (en adelante, mrs) por la primera vez que se contravenga, conforme a la Real Pragmática del año de (mil setecientos) setenta y cuatro.

6ª.- Que no salgan de Ronda o handen por las calles desde las diez de la noche en adelante, y las nueve en el ynbierno; y después del toque de Ánimas no salgan de las casas sin necesidad urgente, y entonces haya de ser con luz (farol o velas, para identificarse), bajo la pena de diez mil mrs por la primera vez y a ocho días de cárcel por la segunda y por la tercera aplicación del real decreto.

7º.- Que nadie consienta en sus casas juegos de dados, ni otros prohividos, bajo las penas establecidas por derecho.

8º.- Que las tabernas y casas particulares, y dónde se benda vino, se cierren a las diez de la noche en berano y a las nueve en el ymbierno, sin permitirse en ningún tiempo juegos de naipes, ni otros proividos, pena de quatro ducados (un ducado equivalía a 11 reales, y cada real a 34 mrs).

El capítulo 9º se insertó con la finalidad de evitar robos, prohibiendo comprar mercancías a personas sospechosas de hurtos:

9º.- Que no se compren cosas de sirvientes, hijos de familia ni otras personas sospechosas, pena de bolverlos con el quatro tanto lo que así compraren y a ser castigado con el rigor que merezca la reincidencia.


La mayor parte de los alimentos (carne, aceite, vino, licores, vinagre…) se vendían en el estanco correspondiente mediante abastecedores oficiales, quienes, a cambio de la exclusividad, pagaban un tanto anual a las arcas concejiles. Aparte, los artículos no estancados debían venderse en las proximidades de la carnicería, donde los oficiales concejiles pudieran comprobar su calidad y salubridad. Textualmente:

10º.- Que los abastecedores públicos o personas que bendan comestibles lo executen los primeros en lugares cómodos y claros y limpios, y los almacenes sean de ygual calidad; y los segundos en las puertas de la carnicería, que es el sitio señalado, hasta las ocho de la mañana en berano y las nueve en el ymbierno, pena de dos ducados. Y ni unos ni otros bendan género alguno que padezca bicio o pueda ser contra la salud pública, bajo la pena de que sean dado por decomiso, y de quatro ducados por cada vez que se les averigue haver bendido de ello, cuyo castigo se aumentará a proporción de la malicia o reincidencia.


También recogiendo parte de las ordenanzas, en el capítulo 11º, aparte de amenazar a usureros, se dictaban normas para prevenir incendios:

11º.-  Que no haya usureros, ni yncendiarios, ni se hechen coetes, ni disparen tiros de fuego en poblados ni alrededores de las casas haviendo mieses, ni en los sembrados estando secos, vajo la pena establecida por reales pragmáticas.

Ciertas actividades lúdicas, como bailes (12º) y rondallas (13º), también quedaban reguladas por su merced, el alcalde mayor, reflejando una pesonalidad excesivamente puritana y machista, que no desentonaba en el contexto de la época:

12º.- Que ninguna persona tenga ni permita bailes en sus casas sin la precedente licencia de su merced para ello, en los que se astendrán de cantar coplas ni cantares desonestos y de qualquier exceso que se cometa; y que las mujeres no handen por las calles tapadas, ni entren en los bailes en la misma forma, si no con la cara descubierta, ni hablando con las narices tapadas, ni que los hombres den empellones en los bailes; y de los (excesos) que se cometan daran parte los dueños de las casas, bajo la pena de quatro ducados y ocho días de cárcel.

13º.- Que aora alguna de la noche, sin y qual noticia y permiso precedente de su merced, no salgan por las calles en género alguno de música (rondalla), vajo la pena de quatro ducados y ocho días de cárcel, a más de perder los instrumentos que llevaren.


El reparo y aseo de las calles quedaba bajo la directa responsabilidad de los correspondientes vecinos:

14.- Que todo vecino limpie y tenga bien empedrada la parte de la calle que corresponda a su casa, y no arrojen por las ventanas ni puertas vasuras, y no arrogen algunas corrompidas ni otras ynmundicias, pena de dos ducados.


Recopilando parte de las antiguas ordenanzas, siguen una serie de capítulos (15º, 16º, 22º, 23º, 24º y 25º) regulando las actividades agropecuarias, especialmente defendiendo los cultivos de la invasión de ganados.

15º.- Que no se hagan veredas por medio de los panes (sembrados de cereales) y todos bayan por los caminos reales o públicos, pena de dos ducados.

16º.- Que los ganados de toda especie salgan de la población por sus carreras y parajes acostumbrados, y que de ningún modo ni pretexto dejen sueltos los cerdos por las calles, porque precisamente los an de tener atados, o con las piaras en el campo, vajo multa de dos ducados.

22º.- Que ninguno deje suelta, aunque sea maniatadas, las caballerías en los sembrados, biñas o arbolados, de día ni de noche, y que precisamente las hayan de tener atadas sin tiro capaz de arrimarse donde puedan hazer daño, vajo pena de quatros reales de día y ocho de noche por cada cabeza que se encontrare (se penalizaba la nocturnidad y la reincidencia), y mas los daños que se tasaren.

23º.- Que ninguna especie de ganado mayor o menor ande en las viñas, sembrados ni alcazeles durante los frutos pendientes, aunque sean de sus propios dueños, a menos que éstos tengan expresa lizencia de su merced, que se le dará si la causa que propone fuese justa, pena de quatro ducados cada cinquenta cavezas de (ganado) menor y ocho por otras tanta de (ganado) mayor, los cuales serán duplicadas de noche, además de satisfacer los daños.

24º.- Que se guarden y conserben los montes y plantíos con arreglo a las reales órdenes espedidas y vajo las penas establecidas en ellas; y ninguno sea osado de desmatar (rozar) ni abrir (arar) tierras para sembrar en ellos.

25º.- Que los alcaldes o tenientes pedáneos de las aldeas (la Cardenchosa) desta jurisdición, los de la Santa Hermandad (oficiales concejiles sin voz ni voto en los plenos, pero autorizados para imponer multa en los campos) y guardas de montes y campos desta villa, con los demás subaternos deste juzgado, celen y bijilen sobre la observancia destas probidencias, y de las demás tocantes a la conservación de los montes, frutos, cotos y exidos, denunciando a qualquier contrabenidor de ellas, sin distinción de personas, pena de ser castigados con el mayor rigor.

 
Siguen otros dos capítulos relacionados con la actividad comecial. El  17º, para que nadie se entrampase a cuenta del vino o licores; mediante el 18º, el gobernador expresamente prohibía a sus oficiales y sirvientes que comprasen fiado:

17º.- Que para ebitar los grabes perjuicios y desordenes que suelen causarse, que ningún tavernero o personas que benda bino, aguardiente ni otros licores pueda venderlo al fiado porción alguna al por menor, pena de que perdería el todo de lo que asi vendiere, además de las que su merced tuviere por conveniente, para su enmienda.

18º.- Que ninguno fie los comestibles, en poca ni en mucha parte, a los ministros ordinarios, criados de su merced, ni otros dependientes de su casa y juzgado, pena de dos ducados y perder lo que fiare.
 

La vecindad no se le concedía a cualquiera forastero; era preciso que se solicitara al cabildo concejil, que dirimía sobre esta cuestión en los plenos capitulares, facilitándola a quien tenía algo que aportar al concejo y denegándola a quien entendían que venía a aprovecharse de los bienes concejiles. En caso de ser denegada, el forastero pertinaz quedaba como morador. Pues bien, mediante el capítulo 19º se advertía a los nuevos vecinos, a los moradores y a los transeuntes que, aparte de acreditar su identidad y justificar su presencia en la villa (pasaporte), debían atenerse a los usos y costumbres establecidos en Azuaga:

19º.- Que si hubiere castellanos nuebos abecindados en esta jurisdicción, obserben en su modo de bivir lo dispuesto por reales cédulas, bajo las penas que en ellas se establecen y con las mismas se presenten ante su merced todos los que pasaren por esta villa para manifestar los pasaportes que llevaren para su transito. Y que ningún vecino pueda admitirlos en sus casas sin dar quenta a su merced, bajo la pena de quatro ducados, y bajo la misma tampoco darán avitación a qualesquiera personas que se vengan a recibir a el pueblo sin expresa licencia de su merced despues de informado de su conducta.
 

Como ya tuvimos la oportunidad de relatar en un artículo precedente (“Azuaga a mediados del XVIII”, en azuagaysuhistoria.blogspot.com), en el sector secundario o artesanal (zapateros, curtidores, sastres, tejedores…) se empleaban numerosos azuagueños, bien como maestros, como oficiales o como aprendices. Pues bien, para ejercerlo era necesario un examen ante un tribunal nombrado por el concejo y constituido por miembros cualificados del gremio correspondiente; de ahí la inclusión del capítulo que sigue:

20º.- Que los que eran oficios públicos, que necesitan de aprobación para su exercicio, presenten ante su merced dentro de tres días las cartas o títulos de sus respectivos exámenes, bajo la pena de dos ducados.

Entre las funciones de ciertos oficiales concejiles (almotacenes y fieles de pesos) estaba la de proveer a los vecinos de artículos de primera necesidad sin vicios y salubres, estipular el precio de los distintos productos y comprobar la fidelidad de los pesos, pesas y medidas empleadas en el comercio local. Por ello, no debe estrañar la inclusión de un capítulo que regulara estos aspectos mercantiles:

21º.- Que todos los vecinos que tubiesen romanas, pesos o medidas para comprar o vender, las traigan a correjir (cotejar y dar fidelidad) con las desta villa dentro de ocho días, con apercivimiento de proceder con todo rigor contra el que no lo hiciere.


El juego de la barra estaba muy extendido por la comarca. Consistía en lanzar una especie de jabalina corta (barra metálica de unos 75 cms. de longitud) lo más lejos posible. En la época que nos ocupa  solía utilizarse la barra puntiaguda que utilizaban los molineros para mover las piedras molineras. Pues bien, este juego había que practicarlo fuera del pueblo, y sólo en días festivos, para no distraerse de las tareas habituales:

26º.- Que no se tire a la barra dentro de la población, pena de dos ducados, y fuera sólo en los días festivos.


Los mesoneros, generalmente confidentes de las autoridades locales, debían atenerse a una serie de normas estipuladas históricamente en las ordenanzas, entre ellas la de dar cuenta a la autoridad de cualquier forastero sospechoso que se alojase o pasase por sus mesones. Por lo demás, era usual que tuviesen prohibido tener cerdos y gallinas en sus establecimientos, para evitar que se comiesen parte del pienso que el mismo mesonero vendía para las caballerías de los huéspedes:

27º.-  Que los mesoneros no tengan en las posadas zerdos sueltos, ni gallinas, ni vendan sus géneros a mas precio que el que se le regule, bajo a pena de quatro ducados; y vajo la misma mano (pena) si consienten a algún forastero que benga sin caballería y como debe, por la primera vez y por la segunda el doble.


La caza era una actividad restringida, como se observa en los capítulos que siguen. En cuanto a la pesca en ríos y arroyos, quedaba reservada a los pescadores profesionales, a quienes se le prohibía el empleo de malas artes en el ejercicio de su profesión, como el envenenamiento o embarbascamiento de las aguas para adormecer a los peces:

28º.- Proivese a toda persona que no tenga facultad el uso de galgos, y absolutamente el de hurones, que presentarán ante su merced en el término de seis días para poner en práctica lo resuelto; y el que caresca de facultad para poder cazar con galgos, los matará, bajo la pena establecida por reales órdenes.

29º.- (Se saltan en el documento original este número de orden)

30º.-  Prohívese el poder cazar y pescar en días de trabajo a todos los artistas (artesanos) y oficiales; y el poder hacer la pesca con gordolovo, cal viva, torvisca ni otro ingrediente alguno; y sólo podrá hacerse con las redes de marca (malla) permitidas; y en tiempo de veda sin ynstrumento alguno.

31º.- Proívese el cazar con perdiz de reclamo, lazos, perchas, redes y demás ynstrumentos y medios ilícitos que destrullan la caza; y sólo se permiten el de las codornices y otros pájaros de paso.



En cuanto al juego, también se restringía su práctica a la gente más humilde, temiendo que apostasen y perdiesen el escaso jornal que percibían:

33º.- Que ninguna persona juegue a los naipes ni a otra clase de juegos, como son los jornaleros, artistas, ni travajadores de qualquier oficio que sea, bajo la pena de seiscientos mrs por la primera vez, doble por la segunda y arbitraria por las demás.
 

En las ordenanzas municipales de los pueblos de la zona que hemos podido consultar (Berlanga, Guadalcanal, Llerena o Valverde) aparecen numeros títulos regulando el uso de las fuentes públicas. El capítulo 34 del auto que nos ocupa regulaba este aspecto:

34º.- Que ninguno quite ni eche piedras en las fuentes, bajo la pena de dos ducados y de reparar a su costa el daño que causen, concediendo como se le concede facultad a todas las personas para denunciar este esceso; y que las mujeres, bajo la misma pena, no laven en dichas fuentes.


En los corrales y cuadras particulares se iba acumulando la basura producida, constituída en su mayor parte por excrementos de los animales de corral y pesebre. De tiempo en tiempo se limpiaban estas dependencias, acumulándo las basuras e inmundicias en el extrarradio, cada vecino en un lugar determinado, constituyendo las esterqueras. En época previa a la sementera, el estiercol se transportaba y esparcía por los campos a sembrar, a modo de abono. Pues bien, en esta ocasión su merced estimó oportuno que las callejas de salida del pueblo a los campos no eran lugares oportuno para establecer esterqueras, ordenando su limpieza.

35º.- Que todos los dueños de las esterqueras que se hallen en las callejas desta población en el término de seis días las muden al campo, con apercivimiento que pasados se le dara licencia por su merced a qualesquiera otro vecino para que las muden y se aprovechen dellas, y además pena de dos ducados al dueño que así no lo haga.


Concluye el documento, mandando nuevamente su publicación y cumplimiento, certificándolo el escribano correspondiente:

Todo lo qual mando se guarde, cumpla y execute puntualmente bajo las penas impuestas en cada uno de los capítulos aquí insertos, que se aplicarán por parte en la forma ordinaria, y para que tenga todo su devido efecto se publiquen para que nadie alegue ignorancia, poniéndose por fe y quede en la escribanía del ayntamiento para los efectos que haya lugar, y lo firmo (aparece la rúbrica del alcalde mayor, el licenciado don Tomás Manuel de Uruñuela), publicándose el día 19 de febrero de 1797, según dejó constancia de ello el escribano Juan de San Miguel Ortiz.

GUADALCANAL A MEDIADOS DEL XVII


(Art. publicado en la Revista de Feria, Guadalcanal, 2015)

 

A mediados del XVII, en Guadalcanal estaban representados los estereotipos sociales propios de su época y marco geopolítico; es decir, los de la corona de Castilla, en general, y los particulares de la Orden de Santiago, institución a la que pertenecía.

Su vecindario, reducido casi a un 50% respecto al de finales del XVI, estaba distribuido en los tres estamentos propios del Antiguo Régimen: el nobiliario, el clerical y el estado general, también conocido como el del pueblo llano o  de los buenos hombres pecheros.

El estamento nobiliario se reducía a la oligarquía que entonces gobernaba su concejo, ennoblecida especialmente a cuenta del dinero que los muchos indianos guadalcanalense mandaron del otro lado del Atlántico pues, como es conocido, algunos de ellos desempeñaron papeles importantes en el descubrimiento y conquista de América y Oceanía. En efecto, hemos podido constatar que los descendientes de alguno de los indianos guadalcanalenses compraron y acapararon los oficios públicos (regidurías, alferazgos, alguacilazgos, escribanías,…) ofertados continuamente por la Corona con la finalidad de hacer caja y aliviar su hipotecada Hacienda.

El estamento clerical era más numeroso de lo que pudiera sospecharse, estimando que, aparte los tres párrocos (Santa María, Santa Ana y San Sebastián), asociados a sus colaciones o distritos parroquiales se localizaban unos 50 clérigos más, distribuidos en las distintas categorías propias de la carrera eclesiástica. Y a todos había que mantenerlos decentemente, viviendo con comodidad a expensas de la administración de sacramentos (bautismos, casamientos y defunciones) y de las numerosas capellanías, obras pías, memorias de misas, etc. establecidas en la villa, muchas de ellas, las más suculentas en cuanto a beneficios para el estamento clerical, fundadas por los referidos indianos.

También relacionado con este estamento estaban presentes en la villa tres conventos de religiosas y dos de religiosos (casi un centenar de monjas y frailes, aparte del personal seglar asociado). Los conventos femeninos fueron fundados por tres indianos guadalcanalenses, quienes además dejaron a sus monjas una importante suma de dinero para que con sus rentas pudieran mantenerse con dignidad a lo largo de los siglos, como así fue hasta finales del XVIII. Así, por lo que hemos podido averiguar, los conventos femeninos, y algunos de los oligarcas locales, estaban entre las entidades de crédito y prestamistas más importantes de la zona, siendo acreedores de la mayoría de los arruinados concejos santiaguistas del entorno (Llerena, Azuaga, Ahillones…).

Regidores, hacendados y religiosos representaban los dos estamentos privilegiados, sostenido por el tercero de ellos, el más numeroso y desfavorecido estado de los buenos hombres pecheros, con muchos deberes y pocos derechos.

En nuestra villa, también se reflejaba el estado decadente del Imperio y de la corona de Castilla, crisis achacable a las numerosas guerras afrontadas por la monarquía hispánica y al recurrente incremento fiscal que se imponía para afrontarlas. En realidad, esta elevada fiscalidad ya apareció durante el reinado de Felipe II, sin que por ello pudiese evitar la bancarrota en su Real Hacienda. Así lo entendían en el Consejo de Hacienda, cuando el 15 de septiembre de 1598, pocos días después de la muerte de Felipe II, puso en conocimiento de Felipe III, su heredero, y en el de los representantes de las ciudades de Castilla reunidos en Cortes el lamentable e hipotecado estado del patrimonio real. Advertían “que el rey no podía reinar y mantener su imperio de lo suyo”, es decir, de las rentas y servicios reales habituales, sino que tendría que pedir auxilio a sus súbditos mediante contribuciones extraordinarias. Y, “groso modo” esta fue la directriz que presidió la política fiscal seguida por los Austria del XVII, pues con el Imperio sucesivamente (Felipe III, entre 1598 y 1621; Felipe IV, entre 1621 y 1665; y Carlos II, entre 1665 y 1700) heredaron:

-         Guerras y discordias acumuladas durante el XVI y XVII con la mayoría de las monarquías europeas.

-         Conflictos internos entre los distintos reinos peninsulares (independencia de Portugal e intento separatista catalán).

-         Deudas en la Hacienda Real acumuladas desde los tiempos del emperador Carlos I.

-         Una presión fiscal que, aparte de muy elevada, era injusta, por afectar diferencialmente a los distintos reinos hispánicos, siendo los súbditos de la corona de Castilla quienes pechaban con la mayor parte de la carga tributaria.

-         Un sistema de recaudación de rentas reales ordinarias y extraordinarias muy complejo y costoso para el erario público.

-         Unos concejos arruinados e hipotecado a cuenta de la presión fiscal ascendente.

-         Y, por abreviar, que podríamos añadir otras calamidades naturales (epidemias, climatología adversa, plagas de langostas y gorgojos, malas cosechas…) no inherente a errores políticos, un sistema monetario anárquico y fraudulento, que dificultaba el comercio interior y el exterior.


Pues bien, ninguno de los monarcas del XVII encontró soluciones para los problemas heredados. Todo lo contrario, pues a medida que avanzaba el siglo la situación se complicaba, destacando como momentos más críticos el período de 1637 a 1647 y el de1676 a 1685.  Sólo a finales del siglo se corrigió esta inercia decadente, punto de inflexión alcanzado precisamente durante el reinado del monarca más débil: el hechizado, impotente y enfermizo Carlos II.

En efecto, la guerra fue algo inherentes a la monarquía hispánica durante el XVI y el XVII, siendo difícil encontrar una tregua que permitiera resarcirse de los consecuentes gastos. Sin embargo, el campo de batalla solía localizarse más allá de los Pirineos, hasta que en 1637 los franceses decidieron hostigarnos en casa, invadiendo parte del País Vasco y de Cataluña. Esta circunstancia motivó la primera gran movilización y reclutamiento de soldados del XVII, acompañado de un incremento en la presión fiscal. Afortunadamente, la respuesta del improvisado ejército fue eficaz, de tal manera que en 1639 los franceses quedaron forzados a abandonar sus aspiraciones expansionistas en la Península.

En 1637, con motivo de la citada invasión francesa, se constituyó en Guadalcanal la primera compañía o “milicia antigua”, constituida por unos 60 ó 70 de sus más competentes vecinos, que permanentemente defendieron al rey en Cataluña como soldados de infantería hasta 1659. Esta larga campaña, una vez que los franceses se retiraron en 1639, fue motivada por el movimiento secesionista catalán, iniciado en 1640 y concluido en 1659.

Aprovechando la revuelta catalana, los portugueses iniciaron el mismo camino independentista unos meses después. Esta inoportuna e infructuosa guerra vino a acentuar los males endémicos de Extremadura. En efecto,  Fernando Cortés (“Guerra en Extremadura: 1640-1668, en Revista de Estudios Extremeños, T. XXXVIII-I, Badajoz, 1982.), analizando las bajas de campaña demuestra que la mayor parte del improvisado, bisoño e indisciplinado ejército estaba constituidos por soldados extremeños, como también eran de origen extremeño una buena parte de los pertrechos que de imprevisto se requería para mantenerlos. Por ello, a finales de 1639 nuevamente fueron alistados otros 60 ó 70 soldados guadalcanalenses de infantería para este nuevo frente bélico. En total, entendemos que durante estos largos conflictos unos 160 soldados locales quedaron movilizados (130 infantes, más 30 de caballería) constantemente, cubriendo las bajas y deserciones cada que estas circunstancias se producían.

Aparte lo ya referido, de estos años de angustias y zozobra tenemos importantes noticias de nuestra villa, sin equivalente en otros pueblos del entorno. Surgieron a cuenta de un pleito entre los párrocos locales y las instituciones interesadas en el cobro del diezmo, de las que reclamaban un incremento de más del 100% en sus sueldos o beneficio curado (Archivo Diputación Provincial de Sevilla, Sec. Hospitales, leg. 10). Como ya hemos explicado en otras ocasiones, el diezmo era un tributo de vasallaje que los vecinos pagaban a la Orden de Santiago y representaba el 10% de todas las producciones agropecuarias de la villa y su término. En aquellos momentos, sus beneficios se distribuían entre varias instituciones. Concretamente entre:

- El comendador de la villa, que entonces lo era el conde de Rivera, a quien le correspondía el 50% de los diezmos históricos de dicha encomienda

- El comendador de los bastimentos de la Provincia de León de la Orden de Santiago, que lo era entonces el duque de Fernandina, a quien le pertenecían las primicias, es decir, el diezmo de las diez primeras fanegas, arrobas o cabezas de ganado de las rentas agropecuarias producidas en el término de la encomienda.

- Y el hospital de la Sangre de la ciudad de Sevilla (hoy sede del Parlamento de Andalucía), como poseedor de las rentas de vasallaje que habían correspondido a la Mesa Maestral, más la otra mitad del que históricamente correspondía  a la encomienda.


Lo usual en las encomiendas santiaguistas era que los diezmos se repartiesen entre el comendador de la misma, el de los Bastimentos y la Mesa Maestral. Sin embargo en la de Guadalcanal, como ya hemos explicado en otra ocasión, en 1540 Carlos V tomó la decisión de vender la mitad de los derechos de vasallaje de la encomienda y todos los pertenecientes a la Mesa Maestral al Hospital de la Sangre de Sevilla, una obra pía de Catalina de Rivera y de su hijo don Fadrique Enríquez de Rivera, primer marqués de Tarifa y comendador de Guadalcanal entre finales del XV y 1539, fecha en la que murió.     

Pues bien, a resulta de las negociaciones de la referida venta, el hospital sevillano se comprometió a pagar parte del salario de los tres párrocos guadalcanalense. El resto, como era usual en la Orden de Santiago, lo abonaban las otras dos instituciones interesadas en el cobro de los diezmos: el comendador de la encomienda y el comendador de los bastimentos  de la Provincia de León de la Orden de Santiago  en nuestro caso.

Y así venía ocurriendo desde tiempos inmemoriales. Pero en 1642, los tres párrocos guadalcanalenses  opinaban que la crisis que imperaba en Castilla les había afectado seriamente, por lo que demandaron un incremento en sus salarios o beneficios curados. Alegaban que la vecindad se había reducido a la mitad, por lo que sus otros ingresos adicionales, en especial los derivados por tasas o aranceles aplicados en la impartición de los sacramentos (bautismos, velaciones, casamientos y entierros), se habían reducido considerablemente. Así que, ni corto ni perezoso, cada párroco a titulo particular se embaucó en un largo pleito reclamando de los perceptores de los diezmos un incremento superior al 100% de lo hasta entonces estipulado en su beneficio curado.

La información colateral que nos proporciona los expedientes de estos pleitos es extraordinaria, reflejando con mucha aproximación la mentalidad de la época, el caos administrativo y jurisdiccional que se presentaba en la institución santiaguista, así como la realidad socioeconómica imperante.

El desarrollo de cada uno de los tres pleitos fue paralelo, aunque se trataba de la misma cuestión y circunstancia. En primer lugar, cada párroco solicitó del rey, a través de su Consejo de las Órdenes, un incremento en su beneficio curado, para vivir con la decencia y desahogo que correspondía a su sacro ministerio. Como respuesta, desde dicho Consejo se despachó una Real Provisión, dando cuenta de la demanda y nombrando un juez instructor competente que, al tratarse las cuestiones decimales como un asunto perteneciente a la jurisdicción eclesiástica, su nombramiento recayó en don Francisco Caballero de Yedros, vicario del convento y vicaría de Santa María de Tudía (y Reina).

Don Francisco citó a cada uno de los párrocos, recogió sus peticiones y argumentos, así como las declaraciones de los testigos presentados, declaraciones que son las que realmente nos interesan en esta ocasión. Igualmente citó al colector de cada una de las parroquias, es decir, al clérigo encargado de cobrar las tasas y aranceles por todos los actos litúrgicos celebrados en la misma, así como de su reparto entre la comunidad de clérigos asociados, destacando especialmente la parte proporcional que le correspondía a cada uno de los párrocos demandantes.

Recabada estas testificaciones, el juez instructor citó a los comendadores (al Guadalcanal y al de los bastimentos de la provincia santiaguista de León en Extremadura) y, en su habitual ausencia, a sus administradores para requerirles los libros de contabilidad de cada una de ellas y determinar así sus beneficios. Para mayor seguridad, también cito y tomó declaración al administrador del convento de San Marcos de León en Llerena, quien, por su oficio y responsabilidad (le correspondía la décima parte de los diezmos), debía conocer las cuentas de las citadas encomiendas. Igualmente citó al administrador del Hospital de la Sangre en Guadalcanal, tomando razón de sus beneficios en dicha villa.  

Las testificaciones y probanza comenzaron el 18 de julio de 1643, requiriendo don Francisco Caballero de Yedros la presencia del párroco de Santa Ana, el licenciado Alonso de Morales Molina. Después de escucharle, éste presentó a varios testigos para argumentar y justificar la petición de aumento de salario en su beneficio curado.

El primero de ellos fue el presbítero Francisco Rodrigo Hidalgo, vecino te Guadalcanal, clérigo asociado a la comunidad eclesiástica de Santa Ana y colector de la misma. Tras jurar decir la verdad, manifestó conocer al párroco de Santa Ana, añadiendo que el beneficio curado del mismo, como era público y notorio, ascendía a 1.172 reales al año (676 que pagaba la encomienda, 272 el hospital y 104 reales de los bastimentos), cantidad que estimaba insuficiente para su digna manutención, dada la calidad de su oficio. Añadía que recibía otros ingresos de ayuda de costas por bautismos, velaciones, casamientos, entierros, memoria de misas, etc., que en total ascendían, unos años con otros, a 700 reales, pues el resto de lo recolectado por la parroquia pertenecía a la comunidad eclesiástica asociada misma. De todo ello, manifestaba tener constancia cierta por ser su colector y haber revisado los libros sacramentales y de contabilidad. Justificaba lo exiguo de la ayuda de costas (700 reales, a los que habría que sumarle los 1.172 reales del beneficio curado, una fortuna para aquella época, con un jornal de 2 reales diarios) explicando que en los últimos años había descendido considerablemente la vecindad de Guadalcanal, en particular la de la colación o distrito parroquial de Santa Ana, añadiendo que los vecinos que quedaban eran tan pobres que apenas podían pagar los aranceles establecidos por recibir los distintos sacramentos. Por ello, continúa testificando, debería incrementarse el beneficio curado de la parroquia en unos 2.000 reales más, señalando a los perceptores de los diezmos locales para dicho incremento. En este sentido, manifestaba que el conde de Rivera cobraba anualmente de diezmo en Guadalcanal unos 30.000 reales, “poco más o menos”, que el hospital arrendaba sus derechos en 20.000 reales y que el duque de la Fernandina, por sus derechos de primicias en la encomienda de bastimento, cobraba de arrendamiento unos 2.000 reales, de lo que tenía referencia por haber sido testigo del trato de estas instituciones con sus arrendadores.

Presentó el párroco un segundo testigo, que decía llamarse Gonzalo de la Fuente Remuzgo, también presbítero. Se ratificó en lo declarado anteriormente, insistiendo en el despoblamiento de la villa y en la crítica situación que quedaban los que aún moraban en ella. Textualmente:

…que por la esterilidad de los tiempos faltan de la parroquia muchos vecinos, por haberse despoblado muchas calles, como son la calle del Castillo, la mayor parte de la calle de Juan Pérez y la del Altozano; y los demás de la dicha parroquia tienen sus casas caydas, que no se habitan (…) y sabe asimismo que los demás vecinos que han quedado en la dicha parroquia son muy pobres, excepto seis u ocho casas de labradores que tienen algo con que pasar…
 

Pedro Díaz de Ortega, vecino y regidor perpetuo de la villa, fue el tercero de los testigos presentado por el párroco de Santa Ana. Como los anteriores, dijo conocerlo, ratificando los testimonios ya descritos e insistiendo en el despoblamiento que la villa había experimentado durante los últimos años. A este respecto manifestaba:

…que de la dicha parroquia han faltado muchos vecinos en el tiempo del testigo, por faltar muchas calles, como son la calle de Gutiérrez, la de la Atalaya con sus revueltas, la del Castillo con la revuelta al Barrial Chico y la de las Erilla con vuelta a la Fuente de la Cardadora, conociendo el testigo todas las calles y vueltas llena de vecindad, sin faltar casa alguna y oy son cortinales; y también conoció la calle de Llerena, con toda su vecindad, y que oy es cortinal sus casas; y faltan las casas de la mitad de la calle de Juan Pérez. Y sabe que los vecinos que han quedado en la dicha Parroquia son pocos y muy pobres y necesitados…


El cuarto de los testigos decía llamarse Francisco Yanes Camacho, que también se ratificó en lo ya descrito. Respecto a la situación del vecindario de la parroquia, que es el que más nos ocupa, decía:

…que en la dicha parroquia, desde que el testigo se acuerda, faltan más de ciento cincuenta casas y vecinos, porque falta la calle de Gutiérrez y toda la calle del Castillo, que era muy grande y de muchos vecinos no tiene más que seis o siete; las calles de la Erillas, Altas y Bajas, todas ellas; en la calle de la Cestería no han quedado más que dos casas;  a la Puerta de Llerena, que era una gran calle, no han quedado vecinos; en el Altozano hay solo dos; en la calle de las Gregorias no ay casa alguna; y en las demás calles que hoy tienen vecinos, que son pocas, faltan muchas gente;  los vecinos que han quedado son muy pobres y pasan necesidad; y sábelo por ser capellán de dicha Parroquia, adonde nació y se crió toda su vida…

 
Escuchado al párroco de Santa Ana y sus testigos, el vicario y juez instructor llamó a Francisco Rodríguez de Santiago, en calidad de administrador de la encomienda de los bastimentos, quien manifestó que los beneficios de la encomienda por las primicias de cereales ascendía a unos doscientos ducados, unos años con otros (2.200 reales) y que últimamente cobraba algo menos porque los labradores “se van apocado”. Y, respecto del vino, unos doscientos reales, aunque en la última cosecha llegó a 600.

        Citó el vicario a don Rodrigo de Ayala y Sotomayor, (del habito de Santiago, administrador de la encomienda en nombre del conde de Rivera, ausente en Italia, prestando servicio a S. M), preguntándole por los beneficios de la encomienda. Don Rodrigo dijo que no podía responderle, pues en esos momentos ya no era administrador de la encomienda, a la que había renunciado también por prestar servicio a S. M., concretamente como Sargento Mayor y gobernador del tercio viejo en Extremadura. Por ello remitía a quien lo sustituyó, es decir, a Cristóbal Carranco (vecino de Guadalcanal, descendiente directo del conquistador Ortega Valencia, que fue el que restauró el culto y devoción a la Virgen de Guaditoca), quien tenía a su cargo todos los papeles de la encomienda.

También solicitó el vicario la presencia del administrador  del Hospital, quien demostró que las rentas obtenidas en los últimos tres años daban de media unos 15.000 reales.

Requirió nuevamente el vicario la presencia del párroco de Santa Ana, y la del presbítero Francisco Yañes Camacho, colector de dicha parroquia, para que dieran cuentas con detalles de la colecturía, como así lo hicieron presentando los libros de contabilidad correspondiente a los últimos seis años, por los que demostraban el considerable descenso del número de sacramentos administrados, debido al descenso de vecindad citado.

 
Por último, para cotejar la información obtenida, estimó oportuno el vicario requerir datos indirectos sobre los beneficios decimales, requiriendo declaraciones de los escribanos de la villa, así como de don Francisco de la Mancha, administrador en Llerena y su partido del real convento de San Marcos, quien presentó seis libros de tazmías correspondiente a los diezmos de Guadalcanal en los seis últimos años.
 

En parecidos términos, y siguiendo el mismo procedimiento, se instruyeron los procedimientos relativos a las otras dos parroquias, que nos ahorramos para evitar repeticiones.
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